¡Quién manda sobre quién!
La regresión institucional en el Perú viene siendo tan grave que el paso por el poder de Pedro Castillo y su fallido golpe de Estado nos va a parecer poco o nada a la hora que tengamos que enfrentar no solo una crisis política mayor, sino una caída libre de nuestros más potenciales indicadores económicos y financieros.
Tal como se presenta hoy la actuación de jueces y fiscales, a quienes pareciera no importarles el colapso al que podrían llegar la ley, los procesos y los fallos, provocando una grave afectación del Estado de derecho, no vamos a necesitar ningún golpe de Estado para perder la democracia y la ya debilitada estabilidad jurídica que nos queda.
El armazón institucional del país se vendrá abajo por el propio peso de su involución.
Nos estamos encaminado en perfecto silencio, ya sin protestas y apenas con ruidos mediáticos intermitentes, al más peligroso de los terrenos: el de la anomia, donde sencillamente la ley no funciona ni para el que la promulga ni para el que la aplica ni para el que la debe obedecer. Anulada así la ley en su función concreta y práctica de cumplimiento, queda en el limbo el ejercicio institucional de quién manda sobre quién.
Algunos ejemplos concretos ilustran nuestra preocupación y advertencia.
La Junta Nacional de Justicia, con todo el respeto que merece, pretende reconocerse con tanto o más poder que los reales y efectivos poderes del Estado. No le negamos su competencia de nombrar, evaluar y sancionar a jueces y fiscales, como también su obligación de saber cuáles son sus limitaciones. Su subordinación constitucional al Congreso no debiera estar en discusión. Pero su abogacía de oficio la aconseja desacatar cualquier medida contra ella al presumir por anticipado que la misma encarnaría un acto supuestamente abusivo. Que no le agraden las razones que el Congreso tenga para cuestionarla no le da derecho para ejercitar públicamente sus ínfulas de desobediencia. Que el Congreso pretenda sancionarla autoritariamente sin el debido proceso es igualmente una aberración.
En este estado de cosas que no nos extrañe la instalación del absurdo precisamente en las cúpulas de instituciones como la Junta Nacional de Justicia, el Tribunal Constitucional y hasta la Corte Interamericana de Justicia, donde tribunos de experiencia, con agendas ideológicas personales, empiezan a perder los papeles por meterse entre lo deseable y lo posible de la política antes que en la estricta razonabilidad jurídica de sus procesos. Casos como la denuncia contra la fiscal Patricia Benavides por supuestamente encabezar una organización criminal y la liberación del expresidente Alberto Fujimori en virtud de un indulto humanitario que debió aplicarse hace mucho tiempo convierten a estos mismos magistrados en diligentes correas de trasmisión de odios y miedos antes que en respetables árbitros de conciencia y justicia.
Como no hemos aprendido la lección del paso de Vladimiro Montesinos por el poder, estamos volviendo a acostumbrarnos, sueltos de huesos, a que las razones del Estado en los campos de la fiscalía y la justicia sean manejadas arbitrariamente y desde la oscuridad, de tal modo que una autoridad suprema de cualquier órgano jurisdiccional puede terminar sorpresivamente investigada o puesta en ridículo por un nivel subalterno de su propia institución. O que en el Ministerio Público opere una organización policíaco-fiscal sin transparencia ni rendición de cuentas. Al más puro estilo de la administración del convenio de colaboración eficaz suscrito con la empresa constructora brasileña Odebrecht, que el nuevo fiscal de la Nación haría bien en sacar del secretismo de Estado, aliviando de suspicacias y sospechas la debilidad de un derecho constitucional como es el acceso a la información pública.
La convocatoria a un Consejo de Estado, que de facto ha servido muchas veces para poner paños tibios a las crisis de Gabinete durante los gobiernos de Ollanta Humala y de Martín Vizcarra (que los usaba en la teatralidad de su manejo de la pandemia) sería muy útil en las actuales circunstancias de desorden y confusión institucional en los más altos niveles de poder. No estamos ante un órgano constitucional capaz de emitir opiniones o resoluciones vinculantes, pero sí ante una instancia válida de diálogo que tendría efectos positivos en la graduación y moderación de los humores políticos. Una oportunidad propicia para que los actores y responsables directos de la gobernabilidad del país se vean las caras, se escuchen, debatan y descubran que la comunicación entre sí le hace bien a los ejercicios de la política y la justicia, y al sentido de servicio a la sociedad.
De otro modo, vamos a seguir escalando posiciones en un ambiente de anarquía en el que todos los encumbrados personajes de la política y la judicatura investidos de poder disputan su derecho de mandar y de imponerse sobre quien fuese, por encima de la ley, de la Constitución y del mínimo respeto a la dignidad de los afectados.